domingo, 1 de abril de 2018

HAWKING Y EL GATOPARDO









No sé por qué razón, si por un impulso inconsciente o simplemente por mis frecuentes elucubraciones de Quijote, debido a la muerte del Profesor Hawking, vuelven a mi memoria párrafos de novelas, algunos de ellos leídos hace muchos años. 

O quizás por no tener nunca claros cuáles son los escasos límites en los que la Física comienza a dar paso a la Matemática y esta última a la Filosofía.

En este punto, para desenmarañar esta inmensa madeja siempre aflora la misma herramienta atemporal, la palabra escrita.  

Como dice Manuel Díaz, la literatura parece ser un espacio demasiado complejo, un infinito cuasi-matemático en el que no caben conflictos aparentemente absurdos de los que en última instancia, incluso se puede sugerir una proyección racional como última finalidad.

El recuerdo, unos párrafos de una novela preciosa y siempre de actualidad. "El GATOPARDO"

Concretamente de los pensamientos sobre la muerte que acudían a la mente de Fabrizio Corbera, su personaje central, Príncipe de Lampedusa y Astrónomo.


“Don Fabrizio conocía desde siempre esta sensación. Hacía decenios que sentía como el fluido vital, la facultad de existir, la vida en suma, y acaso también la voluntad de continuar viviendo, iban saliendo de él lenta pero continuamente, como los granitos se amontonan y desfilan uno tras otro, sin prisa pero sin detenerse ante el estrecho orificio de un reloj de arena. En algunos momentos de intensa actividad, de gran atención, este sentimiento de continuo abandono desaparecía para volver a presentarse impasible en la más breve ocasión de silencio o de introspección: Como un zumbido continuo en el oído, como el tictac de un reloj se impone cuando todo calla y entonces nos da la seguridad de que siempre ha estado allí, vigilante, hasta cuando no se oía.

En todos los demás momentos, le había bastado siempre un mínimo de atención para advertir el rumor de los granitos de arena que se deslizaban leves, de los instantes de tiempo que se evadían de su mente y la abandonan para siempre. Por lo demás, la sensación no estuvo antes ligada a ningún malestar. Mejor dicho, esta imperceptible pérdida de vitalidad era la prueba, la condición, por así decirlo, de la sensación de vida, y para él, acostumbrado a escrutar los espacios exteriores ilimitados, a indagar los vastísimos abismos internos, no tenía nada de desagradable: era la de un continuo y minucioso desmoronamiento de la personalidad junto con el vago presagio de reedificarse en otro lugar una personalidad – a Dios gracias – menos consciente pero más grande. Esos granitos no se perdían, desaparecían, pero se acumulaban quién sabe dónde, para cimentar una mole más duradera. Pero había pensado que mole no era la palabra exacta, por ser pesada como era; y, por otra parte, tampoco las de granos de arena. Eran más como partículas de vapor acuoso exhaladas por un estanque, para formar en el cielo las grandes nubes ligeras y libres”